COLECCIÓN LITERARIA N° 2
Obra Completa
Pasaje a través de un sueño
ARNULFO MORENO RAVELO
(Novela completa)
1964 - 39 págs
LIMA - PERÚ
Primera Edición 1964
Segunda Edición 1972
Pasaje a través de un sueño, en donde la nostalgia
y la felicidad caminan juntos, en una aventura
de juventud romántica orientados a la fugacidad de la vida
y al encuentro fatal del misterio de la muerte.
(Foto de Ramona Ravelo de Moreno en la portada, tomada el 1° de Julio de 1974)
A Mi buena y
adorada Madre
Ramona Ravelo de Moreno.
PALABRAS PREVIAS Y NECESARIAS
A pedido de muchos amigos, que en diversas oportunidades manifestaron abiertamente la reimpresión del
presente
volumen; es que, nuevamente he creído necesario editarlo.
Sin embargo, debo aclarar, que este escrito pertenece a una época de superación, en donde el duro y difícil
camino de
las letras aún no tenían el peso y la responsabilidad de hoy. De aquí, que recomiendo a los lectores, su
mayor
sentido de comprensión. Teniendo en cuenta lo antes expresado.
El autor.
Advertencia
Este breve relato, nuevamente les hago llegar, para ser leído con sentido de comprensión, puesto que pertenece a
mi
segunda obra, publicada en aquel entonces (1964), de mi iniciación en el campo de las letras; desde luego, es
una
imaginación de juventud, en donde la nostalgia, la felicidad, caminan juntos, como dos ojos de cielo, que miran
a un
mismo horizonte.
Es menester recalcar, que esta obra de relato corto, que dedicada especialmente a mi madre RAMONA RAVELO
CHINCHAY,
por la curiosidad que le despertó, saber el desenlace final del relato; le agradaba que yo, le diera lectura en
voz
alta, con el ritmo característico de algunos pasajes y poemas que contenía esta pequeña obra; jamás dejaré de
reconocer en apoyo de su madre, a estas mis ilusiones de corazón, brotada del alma como una rosa fresca de
amor.
Lima, Febrero 18 del 2000
A. ARNULFO MORENO RAVELO
Nació el 11 de Abril de 1906, en Hualalay, anexo de Tauca, por 40 años consecutivos,fue una ferviente devota de
Santo Domingo de Guzmán; falleció el 18 de Juniode 1992, en la ciudad de Lima, luego fue trasladada a la ciudad
de
Tauca – Prov. Pallasca – Ancash, en donde reposan sus restos.
El mundo de cada individuo
construye el escenario de su vida a.
A.A.M.R.
INDICE
CAPITULO I
EL SUEÑO DE JEHINER
Vivía en una aldea lejana. Se llamaba Jehiner y era joven aún, de talla regular, semblante alegre, hermoso y de
buen
hablar.
Era huérfano de padres. Desde muy niño vivió y creció en el hogar de sus familiares. Pero, no era feliz. Sufría
muchísimo y había aprendido rudamente desde niño a conocer el dolor de ser pobre y estar, sobre todo,
desamparado o
en otra palabras, el mundo siempre le ofrecía el dorso de la mano eclipsada. Sabia de esta manera que él estaba
solo
en el mundo; y que sus familiares, la única compañía que tenia, no lo amaba sino que, por el contrario, lo
miraban y
trataban como aún desconocido.
Mas aún, lo despreciaban. El lloraba mucho y sufría por todo lo antedicho, tanto, tanto como los hombres de
suerte
adversa que habitan los suburbios rezagados de las ciudades.
Así vivía Jehiner. Y así, triste era su vida. Por los menosprecios que de continuo recibía y que cada vez mas y
más
aumentaban, decidió entonces cierto día, abandonar la casa de crianza y empezar su aventura por los parajes sin
nombre.
Deseaba pues, buscar, hallar y poseer la fortuna y el bienestar social que, conscientemente, no tenía ni podía
disfrutar en aquella aldea.
Era un día Jueves, muy de mañana, y cuando aún todos dormían en la casa familiar; Jehiner, que; salió
sigilosamente
por la puerta principal, no sin antes haber cruzado el estrechísimo dormitorio y la desolada polvorienta sala; y
escapó sin más qué decir, con rumbo desconocido que desesperadamente eligió al azar.
Tomó la dirección hacia el Sur Oeste. Huía deprisa a lo largo del estrecho valle, entre bosques y praderas que
se
extendían a lo lejos y dificultaban su marcha. Iba caminando, caminando, así, hora tras hora.
Después de perderse en el horizonte en donde nadie habitaba y asediado por el cansancio y el peso del día;
decidió
detenerse para sentarse a descansar.
Era más o menos el mediodía. Y recostándose sobre las gruesas raíces de un árbol cercano y frondoso; se quedó
profundamente dormido y empezó a soñar.
Soñaba Jehiner, que había llegado a un lugar adonde la naturaleza, en aurorales nubajes, se convertía a cada
instante en mil maravillas que antes jamás había visto.
Causábale asombro a Jehiner, descubrir en su sueño las diversificaciones de líneas y movimientos; revestidos de
púrpuros coloridos y con diseños de bramantes acuarelados que, configuraban aquel bosque encantado. Y hacia el
fondo
como dormitando, veía elevarse taladradas rocas empedernidas de diamantes que, de sus cumbres descendían,
azulados,
diáfanos arroyos.
De aquellas vertientes, desdoblábanse los verduscos lienzos de praderas en donde crecían esbeltas gramas;
engalanadas con el fresco olor de otras hierbas. Y los árboles frondosos, de hojas entresacadas y frutos
grandes,
ovalados, confundíanse entre otros pequeños arbustos de flores resplandecientes y yemas bruñidas de
plata.
Un riachuelo de poco caudal atravesaba el bellísimo paisaje al que, conforme iba avanzando, otros de menor
importancia se le unían para dar sus aguas juntos y a corta distancia, en una apacible laguna de pequeños
oleajes
matizados de colores y con bordes verdeados por carrizales y por hierbas largas escobonadas de flores amarillas
que
se reflejaban en sus límpidas aguas.
Un murmullo de aire fresco soplaba de esa fuente. Entremeciéndose entre las hierbas y árboles se contrarrestaba
en
las vertientes. Luego, el susurro de las hojas, el constante ruido de los arroyos, el zumbido de las mariposas,
el
croar de las ranas, más el canto de pajarillos con extraños plumajes matizados de colores, todo, todo ésto
conformaba una orquesta típicamente natural y a la vez un paisaje tan hechizador.
Jehiner continuaba soñando... Y en su sueño miró hacia otro lado del paisaje, y observó que sobre los cerros más
salientes derramábase el auroral mutilaje, mientras que el fondo de otros dos cerros, los más pequeños,
convertíanse
en un atrio de bellísima enlosada con columnas y dinteles relumbrantes, encima de los cuales, verticalmente,
hacia
arriba se extendía en forma de un gigantesco abanico dorado e incrustado de rubíes y perlas preciosas, como un
gran
adorno.
En el interior de este suntuoso pórtico, sobre un altar, había un cáliz grande de oro macizo; y de adelante
hacia
atrás, paralelamente, prolongábanse dos hileras de velas encendidas dispuestos sobre candelabros de plata fina.
La
superficie del recinto estaba completamente alfombrada; y unas finas telas de encaje encortinaban las paredes
rocosas. En fin, todo era una decoración pintoresca y con adornos misteriosos que nuestro lenguaje no puede
describir.
Jehiner, miró hacia otro lado y observó otra nueva visión. Con sorpresa vio ahora una estrella resplandeciente,
muy
hermosa, sobre la cúspide del cerro más alto de enfrente suyo, que despedía unos destellos más brillantes que la
luz
de Venus. Estaba además rodeada por un gran grupo de pequeñas estrellas, en forma de corona de flores, que
centelleaban como si parecieran estar cogidas de las manos y danzando alrededor de su princesa
por tratarse de un día festivo. No obstante, de aquella estrella, mayor y central, con sus radiantes de luz
opacaba
a las demás, que se esparcían a lo largo y ancho de la ilimitada bóveda del cielo.
Jehiner seguía soñando. Estupefacto contemplaba el firmamento y la maravillosidad del todo estrellado; llegando
su
mirada hasta el mismo terminal horizonte.
Recogió, Jehiner, su mirada de aquel supremo espectáculo y al abrir de nuevo los ojos y ver hacia el mismo
lugar,
observó de repente a un cometa de larga cola y tenue cabellera que, venía atravesando el diametral curvado del
azul
cielo dejando a su paso una línea enrojecida, la cual a la distancia convertíase en un amarillento color y
luego, en
celestiales cintas flotantes que se perdían en el infinito.
Continuando, Jehiner, con esta divagación sorprendente de su sueño; observó que del mismo lugar por donde vio
salir
aquella cometa, vio aparecer una figura elíptica azulada como una estela destellante, que venía a una velocidad
fantástica, la cual al acercarse al frente de él, se agrandaba y estallaba en el aire como lenguas de vivos
colores
verde y rojo encendidos. Era, pues, un fenómeno nunca visto, algo que sumergía en el misterio y el terror y que
causaba a Jehiner un estremecimiento espiritual.
Después, de tantas otras deformaciones elípticas de dicha figura misteriosa, finalmente, la misma iba adoptando
la
forma de una arco iris con esplendorosos colores violados; y de cuya cabellera ondulante antes de desaparecer,
Jehiner, vio desprenderse una blanca paloma, semejante a la nieve, agitando sus alas y volando en busca de un
lugar
adonde posarse.
A poca distancia de Jehiner, la blanca paloma, posó sus patas coloradas sobre la oblicua rama de un rosal que
florecía, con flores de pétalos encrespados, color punzo hermoso; y hojas verde plateadas.
Y, en aquella oblicua rama, donde descansaba aquella paloma, desde una de las yemas del rosal, colgaba un
pequeño
corazón palpitante de dolor, al cual una espada flexible traspasaba de izquierda a derecha y de cuyas heridas
caían
ovaladas gotas de sangre: ¡Cuáles lágrimas de mujer!
Delante de ese corazón latente, en la parte inferior, se apreciaba la figura de un ancla, presidida por una cruz
bronceada extremada de estrellas. Desde el centro del entrecruzamiento de esta cruz irradiaba una luz
amarillenta; y
de la parte vertical superior descolgábase una cadena de plata bruñida, la que, daba algunas vueltas a la cruz
hasta
descender sobre el áncora.
Todo esto, formaba un pequeño cuadro hermoso que llamaba la atención a Jehiner, y le impresionaba muchísimo.
Jehiner, mientras tanto, iba sumiéndose más y más en aquel sueño estrambótico. Seguía observando atentamente el
desarrollo de sus sueños. La anterior visión comenzaba a desvanecerse. Pero, desde el trasfondo de la misma,
Jehiner, vio nuevamente asombrado que, con una rapidez fantástica se sobreponía a la otra visión, un cúmulo de
nubes
tenues y fascinantes, como un arco triunfante, encima del cual y flotando en el aire se conducía un gran ramo de
flores, enarbolando un esbelto laurel de yemas doradas, adjuntas a cada flor que embellecían sus ramas.
Y, en aquel ramo hermoso, dentro de las fraganciosas flores, aparecía inscrita misteriosamente, en letras de oro
y
sobre un fondo de tapiz verde, la sublime palabra: AMOR..
Jehiner, aún no despertaba, pero, este dramático episodio final, y la esperanza en un próximo bello acontecer
vaticinada ya en sus sueños, más el incitamiento originado y encausado en las líneas periféricas de su mente,
dan
lugar en su alma a una inspiración profunda y genuina que, por primera vez, aflora libremente de la
sub-conciencia a
los labios del dormido:
...Sobre el cerro una estrella
entre corolas la vi alumbrar;
enamoradamente de ella
todo el valle que solía contemplar.
Apasionadamente, miraba flotantes figuras;
entre lúcidas fragancias AMOR leía;
ilusorias letras misteriosas
sobre un ramo de esperanzas veía.
Amor, quédate en mi mente;
no cruces las desdichas del olvido;
dile a las fantasmagóricas perdidas
que vuelvan a brotar sus lirios.
CAPITULO II
LA TARDE
Era un poco más del mediodía. El aire cimbraba los árboles. Algunas aves entonaban bellas melodías. Y, el sol ya
alumbraba en forma diagonal.
Jehiner, aún dormía, cuando el viento caluroso de la tarde empezaba a darle en pleno rostro. Y, el poema, en
versos
entrecortados, todavía le salía de los labios al comenzar a despertar.
¡Amor!, ¡Amor! dulcísimo amor
mis labios plasmar quisiera de Otoño
en la ausencia de la vida vertical
y describir despierto las cien mil de este sueño.
Estas fueron las primeras inspiraciones que tuvo Jehiner, durante su plácido sueño. Inspiración profunda y
natural
hecha poesía.
Movióse tratando de despertar. Convulso abrió los ojos. Y, al instante, dando un estirón de músculos despertó.
Ya en la realidad, confundió su mirada entre el celaje que arropaba al desconocido valle; levantó la cabeza, que
estaba recostada sobre las nudosas raíces de un frondoso manzano el que, cargados de frutos maduros aromatizaba
el
silencio y sus hojas movidas por el viento caían, de una en una, alfombrando el suelo.
Jehiner se puso de pie. Adelantó, luego, unos cuantos pasos para contemplar a algunas nubes que, fugazmente, se
ahuyentaban dejando en completa claridad al despoblado valle.
Sentóse, de nuevo, en una roca con el abrigo que llevaba en la mano. Y, púsose a recordar aquel extraordinario
pasaje de su sueño el que, a través de su propio mundo, de su personal situación, lo deleitó breves
instantes.
Jehiner, por ello sintió en sí una profunda alegría que, después se trocaba en una incontenible tristeza y ésta
a su
vez en lágrimas.
Eran pues, sus recuerdos amargos y ahora su situación incierta, apenas endulzadas por leves esperanzas, los que
lo
conmovían.
De vez en cuando, pasaba sus manos por sobre sus cabellos, se quedaba en silencio, tratando de concentrar sus
ideas
en aquel solitario paraje. El horizonte en rasgos paralelos se confundía entre los cerros, trasluciendo su
colorido
crepuscular, como ojos que comenzaron a llorar por la desdicha de aquel día vivido.
Todo esto, y mucho más, enjaulábase dentro de su melancólico corazón entristecido. Confuso mentalmente y todavía
absorbido por sus pensamientos, se levantó de donde estuvo sentado y abandonó ese bello lugar.
Continuó su viaje. Iba a lo largo de la extensa vega en donde el murmullo del viento, muge entre los sauces que
ensombrecen la tarde.
Había andado una considerable distancia; y ahora, continuaba internándose, en unos montículos verdosos que, con
su
frescor y olor de hierbas tardeñas; se hundían en aquel paisaje con características típicas, a un aullido de
silencio; hasta llegar a los contrafuertes de unas abras cuyo aspecto y colorido era contradictorio a lo
anterior.
Por estas abras corrían y bajaban sus cascadas en donde crecían plantas rústicas, de hojas plateadas que
envejecían
en aquellos lechos rocosos, como centenarios cabellos.
Las arboledas y matorrales estaban verdeantes. Cada hoja, cada rama, cada gota de agua movíanse cadenciosamente
al
son del ruído que producían el aire, el canto y vuelo de los pájaros y otras aves, con una vistosidad única en
su
plumaje.
Corrían las horas. Jehiner, seguía internándose más y más en aquella vastedad vegetal. Mientras iba caminando,
observaba el campo. Adelante suyo, todo era sólo vegetación.
Hacia el oriente, veíase descender un riachuelo de aguas cristalinas, perdiéndose en la cuesta, entre las
soleadas
hierbas de un fangoso pantano, que se bifurcaba soñoliento, por entre la coposidad del bosque.
Más abajo, por donde debía pasar Jehiner, el pantano presentaba un aspecto burbujoso azufrado. Iba bajando y
cruzando aquel terreno, causándole pánico a Jehiner, cada paso que daba en el tremedal.
Dificultósamente, atravesó el cienegoso y extraño lugar, en busca de algún poblado cercano. Sobre los cerros el
Sol
de la tarde, con sus rayos pincel anaranjado, daba sus últimos retoques, antes de despedirse del terrígeno
paisaje e
internarse en el seno del lejano occidente.
Lloró entonces la naturaleza, entristecida, en su quena de silencio horizonte. Iba ya anocheciendo.
Encontrándose,
Jehiner, bajo los repliegues oscuros de la noche, aproximándose y en su deseo de ampararse lo mejor posible,
para
descansar y dormir; decidió acercarse a una choza que había en las inmediaciones.
Una vez dentro de ella, mirando a oscuras, buscó un sitio en donde acostarse; y encontró, en un rincón, hojas
secas
y trozos de madera arrumados que, posiblemente, sirvióles de leña, para cocinar a sus dueños o huéspedes; pues,
junto a ésto había indicios de una antigua fogata.
La choza en sí misma era vieja, su techado de paja y barro se caía por trozos, ya que, debido a la antigüedad,
las
maderas que la sujetaban estaban muy apolilladas y cedían ante el peso. Las paredes, construidas con indistintas
y
geometrales piedras, se habían ennegrecido por la humedad del ambiente.
Jehiner, recostándose encima de aquél montón grande de hojarascas se dispuso a descansar y meditar un poco.
Comenzó,
entonces, a escrutar su vida pasada, su presente y el futuro que le esperaba lejos de los suyos, interrogándose
continuamente:
¿Tendré suerte en este viaje hecho al azar?
¿Lograré hallar la dicha y fortuna que no tuve?
¿Habrá; cerca de aquí alguna población?
¿Cuál debe ser la ruta que debo tomar?
¿Y, mi familia que hará a esta hora?.
¿Me estarán buscando, acaso?.
¿A lo mejor nada?.
¿O, talvés están alegres de que me haya marchado?...
Esta sola acumulación de preguntas inconclusas y sin respuestas, turbó la mente de Jehiner; quien con el alma
acongojada y acobardado, bajó la mirada, a la vez que gruesas lágrimas se agolpaban en sus ojos.
Durante aquél día, Jehiner, desde que partió no había probado alimento alguno y sintió hambre. Pero, sus
pensamientos eran más fuertes que sus necesidades físicas; y así, con el cuerpo desfalleciendo, los labios
resecos y
el alma adolorida, con voz muy triste empezó a pronunciar el siguiente poema:
Ah, noche... Triste noche
jamás pensé que eras tan fría;
a pesar de que lecho no tengo
tú te muestras tan vacía.
El infortunio, en mi alma
ha puesto su negra espada;
hiriendo en lo profundo
las mustias rebalsa.
¡Dios!, Ay Dios recuerda a mi madre
qué en las nubes un día se fue;
recuerda y decidle, a esa buena mujer,
que con una estrella
mande su bendición.
Yo soy, el hijo que ella dejó,
sólo, sin amor
como la hierba sin Sol.
Pues, soy parte de su carne
que no tuvo canción.
¡Oh!, Dios, ¿ para qué me diste la vida
si no encuentro la felicidad?.
Ya rodó entre las rocas la luz,
la esperanza. Ya no hay el riesgo
que revivan las caricias
del adolescente aromal,
secaron sus glorias, secaron
sus inocencias.
En un cuadrángulo deprisa
secaron su felicidad.
Y, terminaba así, nuevamente, otro momento de gran inspiración para el joven Jehiner. Que ahora, ya
conscientemente
despierto la había expresado en palabras, enlazadas, unas a otras y en versos más o menos aparentes, pero, que
brotaban de su más pura imaginación.
Por lo demás, toda la santa noche fue brumosa, angustiante, para él. Y, como, también, en todo el día no había
probado alimento alguno; sintió hambre y sed, pero, hablando las mitigó un poco.
Cerca de la madrugada, con el cuerpo agotado por el cansancio del viaje y el sueño, recostado sobre aquel
conjunto
de hierbas resecas por el tiempo, en aquella choza se quedó profundamente dormido.
CAPITULO III
LA TRAVESÍA
CONTINUANDO EL VIAJE
Al siguiente día, muy de mañana, cuando aún no clareaba el Sol despertó, Jehiner, con deseos de ver el nuevo
panorama.
Con ojos trasnochados, contempló por el techado descubierto de la choza, las últimas estrellas que, podían
distinguirse en la semioscuridad y que todavía quedaban sembradas en el espacio.
Su cuerpo tiritaba de frío, a consecuencia del ventiscoso viento y la humedad penetrante de aquella
covacha.
Al fin, la aurora cayó en su infeliz desdicha. Jehiner, comenzó a desperezarse. Y, en un zig zag se inició el
día.
Se levantó y trató de desentumecerse flexionando su cuerpo. Luego, sintiéndose confortado empezó a caminar.
Saliendo
de aquel hospicio improvisado, abandonando el lugar y continuando su marcha; tomando el norte de sus ideales en
busca de nuevos horizontes y mejor porvenir.
Iba cuesta abajo, caminando sólo, en medio de aquella selva indómita, mientras, una voz pronunciaba este
poema:
¡Oh! huérfana juventud,
ahí va la mañana,
ahí va el viento;
de la cumbre al valle,
la retorcida lasitud,
queda de tormento,
sobre el hombre en sueño.
El infinito, ignora
el sentir de tu aurora;
en donde rebotan las ideas,
imágenes ilusionistas de aldeas.
¡Oh! mundo de glorias.
¿Porqué te ensañas
con la gota de rocío?
¡Oh! riberas estriadas,
cómo secas el río
en una célula hambrienta.
Repliega tus dones,
¡Oh! infeliz huérfano. Anda,
anda rebelde de la desdicha
a probar asperezas del futuro.
Iban transcurriendo las horas. Jehiner, todavía proseguía su viaje.
Caminaba contemplando el camino, lo espesos matorrales, las aves, el cielo azulado, todo. Iba con ellos
divirtiendo
su mirada y de esta manera, casi sin notarlo, olvidaba su fatiga y continuaba avanzando.
Al promediar el medio día, sintiendo cansancio y a la vez hambre, detuvo su marcha y cogió algunos frutos que
colgaban de los árboles en los alrededores. Se acercó a un arroyo que había allí cerca y bebió un poco de agua,
lavó
las frutas y buscó un lugar cómodo y tranquilo en donde reposar.
Se sentó en una piedra, bajo un gran árbol, y apoyando su espalda en el tronco de aquel arbusto añoso que daba
gran
cantidad de sombra al joven viajero. Empezó a saciar su hambre voraz comiendo aquellos frutales que había cogido
antes y luego reposó un poco.
Por la tarde, luego de haberse levantado, pasea una regular cantidad de tiempo por aquel hermoso bosque, cazando
algunas mariposas, arrancando flores, subiendo a los árboles, atrapando pequeños insectos. Pasando, en fin, una
buena tarde que por momentos le hizo olvidar el drama que estaba viviendo.
Habiendo recuperado energías y confortándose un poco, Jehiner, decide reanudar el viaje. Siguió por aquel camino
figurado que desde el comienzo se trazó y con el cual se guiaba.
La ruta era un tanto pesada, debido al calor imperante y por lo dificultoso del terreno. Prosiguió así, hora
tras
hora, hasta ver en el poniente como el Sol se iba ocultando lentamente; pintando de un color rojizo y
melancólico el
solitario llano.
Va cayendo la noche. Jehiner, siente gran extenuación y la necesidad de buscar amparo para dormir. Y,
finalmente,
habiendo cerca una bonita cueva y en un lugar muy adecuado; decide pernoctar en ella. Cogió un poco de pasto
seco,
unos palos y con ellos improvisó una cama. Se acuesta.
Al promediar la media hora, Jehiner, ya estaba dormido. Sólo a veces, cuando sentía frío o escuchaba el
constante
croar de las ranas, el cric cric de las cigarras; despertaba y se molestaba. A ratos, sentía también temor, pero
la
fatiga y el sueño eran tan fuertes que lo hacían dormir.
Mientras que en las afueras, todo, todo era noche de silencio campestre.
CAPITULO IV
EL FIN DEL VIAJE:
LA CIUDAD DE NÍVEA
Amanecía en el bosque. Los primeros rayos del Sol ya despertaban a las aves; y éstas, empezaban a entonar sus
suaves
trinos al cielo abierto de la vida.
Jehiner, iba despertándose al compás del zumbido de los mosquitos que le habían rodeado completamente, posándose
en
su cara, brazos y cuerpo; molestándole sobremanera y haciéndole despertar rápidamente.
Se incorporó, de inmediato, poniéndose de pie. El nuevo día se presentaba a su vista hermoso y de una rara
tonalidad. Parecía, como si ello fuera e indicara, el preámbulo de algún próximo y dichoso acontecer. Se fue de
aquel sitio y buscó un manantial para beber un poco de agua y darse un gran lavado. Hallo muy cerca un río.
Corre a
él e introduciendo sus manos en aquéllas aguas cristalinas, bebe un poco de aquel remanso. Se asea y arregla la
camisa, luego, instintivamente fija la mirada en un curioso camino que cruzaba, transversalmente, la ruta que él
había andado.
Medita un poco, sobre una posible nueva ruta a seguir. Se decide finalmente. Cruza un prudente trecho de terreno
y
penetra en aquél nuevo camino. Después, avanza sobre ese camino, inconteniblemente, y con una idea fija como una
leve esperanza
en la mente.
Sin darse cuenta, sus pies pisaban ya los extramuros, de una desconocida ciudad que sonreía sobre un panorama
extenso y bello, llamada: "Nívea".
Avanzó un poco más. Se detuvo un momento y contempló aquél sorprendente escenario que, súbitamente, se erigía
imponente ante sus ojos.
Aquél lugar y la misma ciudad le parecía a, Jehiner, algo tan deslumbrante y encantador que, sólo atinó a decir
un
profundo: ¡Oh!, de admiración y, luego, empezó a penetrar pausadamente en la ciudad.
Una vez en la ciudad, Jehiner, comenzó a recorrer y mirar las anchas y rectas avenidas, que cuadrangulaban las
bellas fachadas de las casas; adornadas con frescos jardines, de cuyas flores, el aroma perfumaba el
ambiente.
La Ciudad de Nívea reposaba, en un pintoresco llano, al lado de un río. Tenía un cielo despejado y con fuerte
Sol.
Cobijábase de aquel calor, bajo la sombra de abundantes y frondosos árboles.
La arquitectura de sus casas era de corte medieval, de tamaño no muy alta, adornaban sus paredes fustes
encalanados
con capiteles en forma de hojas de palma y unidas por figuras caprichosas y artísticamente arqueadas, terminando
su
parte superior en ojivas góticas. Finalmente, todo este conjunto reposaba en torreones pequeños con coronas de
plata. Las puertas, eran talladas, de color caoba y las ventanas adornadas con prismáticos cristales.
Por lo general, las fachadas guardaban la uniformidad de un color encarnado. En sus dorados balcones poseían
maceteros con flores rojas, blancas y rosadas, que le daban un colorido armónico, incomparable,
hechizador.
En el centro de la ciudad, quedaba un parque de forma circular, de cuya pileta central emergía el agua formando
espectros de rosones blancos. La pileta estaba rodeada por fraganciosos clavelones ensombrecidos por cuatro
palmeras
y que engalanaban la ciudad.
Los moradores de Nívea eran amables, correctos, imperaba en ellos el afán de superación y progreso; tenían sus
corazones imbuídos en el amor, la cooperación y la ayuda mutua entre sus semejantes. La paz, igualdad, moralidad
y
bondad formaban los cuatro ángulos de la base piramidal en que descansaba su justicia social.
Jehiner, había quedado maravillado de haber visto, tanta felicidad y justicia, reunida y asentada en tan
recóndito
valle encantador.
Paseaba por las afueras de esta hermosa ciudad. Pensaba.
Este hallazgo especial y de una emotividad intensa impactó, profundamente, el alma de Jehiner; y queriendo
expresar
el sentimiento, que aquello le inspiraba, empezó a pronunciar este hermoso poema:
Oh, Nívea desconocida,
ciudad de maravillas
las hondonadas de quejidos
no tocan a tus almas,
no rompen las cautivas
oblicuas de tus hombres.
Se quedó un momento callado al recordar su anterior vida angustiante, prosiguiendo posteriormente:
Haz desorbitado mis pupilas
con tu mitológica hermosura;
a tus lares rodaron mis perlas
como secos pétalos de bravura.
Pensó, luego, en el mundo y en los semejantes que tal vez sufrían en otros lugares, exclamando:
Si este mundo pequeño
en cinco se partiera,
la tierra de odio
en plata se volviera.
Para finalmente terminar:
Oh Nívea alborada,
la risa del Creador
sembró en ti el alba
perfecta como una flor.
El cansancio que sintió Jehiner, y que lo mortificaba, habíanse ahuyentado.
Sentóse sobre una piedra tallada, rectangularmente, que se encontraba frente a un peñasco de verdosa hierba
rastrera
hábilmente podada. Desde allí se podía observar una gruta horadada entre las rocas, en la cual, la imagen de una
virgen adornada con alhajas y brillantes que, con su miradita eterna en el cielo y sus manitas juntas en el
pecho,
parecía purificar las almas de aquella urbe. En la parte superior de la gruta, colgaba una estalactita
incrustada de
perlas. Y, otras rarezas más que embellecían aquel sitio religioso de una manera por demás esplendorosa.
Ante esta maravillosidad, le era imposible a Jehiner, estacionar su inspiración y describió un nuevo
poema:
¡Oh! venerable eterna,
mensaje de bondad
a ti van mis penas
alcanzar tu gracia angelical.
En un silencio de tus ojos.
Postrado está el pueblo Edén;
Dios bendiga a tus hijos
en la paz del amanecer.
Y, como un ruego supremo, fervorosamente, le pide:
Dadme tu guía,
consolando mi pena;
que nazca el día
para entonar mi quena.
¡Oh! Virgencita
Camino de paz;
soy desgraciado
en busca de un pan....
CAPITULO V
EL ENCUENTRO CON LA FELICIDAD:
LUZVELINA
Jehiner, regresa de nuevo a la ciudad. Pasea por unos parques hermosos. Y, cuando se encontraba cerca a un
deleitoso
jardín vislumbró, dentro de las flores, a una hermosa niña que con pasos lentos se dirigía hacia él.
La bellísima niña traía un semblante candoroso, en los labios una sonrisa de azucenas. Sobre el surco por donde
venía irradiaba, la claridad de su frente y el resplandor de su rubia cabellera la que, ondulaba en el aire
esparciéndose sobre su esbelta espalda de un modo tal,... ¡Oh! como toda una doncella.
Tenía ojos azules, alegres; pestañas grandes y negruzcas; una boquita de miel fascinadora y sus mejillas
rosadas:
¡Cuál una rosa!.
Llevaba vestida una blusa amarilla con blondas blancas, de mangas cortas; y una falda de ancho vuelo,
aterciopelada
y de color verde Nilo, orlada con encajes plateados.
Un collar de esmeralda deslizábase en su cuello. En el brazo derecho portaba un vistoso brazalete de oro.
Ostentando, además, otras joyas más en su cuerpo. Sus lindos piecesitos llevaban puestos unos zapatos blancos y
ligeros.
En su totalidad formaba pues, un conjunto armónico con su cuerpo y una perfecta silueta de fraganciosas flores
que,
a los sentimientos de Jehiner, trazumaban hacia las auroras espirituales.
Aquella hermosa jovencita, se acercó al gallardo Jehiner y hablándole en voz suave, le dijo:
- Bienvenido seáis ¡Oh!, solitario joven, a este mi jardín.
Jehiner, le respondió:
- Muchas gracias, niña hermosa.
Luego, ella le preguntó:
- Decidme en verdad, ¿ qué hacéis en este lugar?...
Respondiendo, Jehiner:
- Bellísima jovencita, sabed que soy un forastero en esta ciudad, voy por el mundo en busca de la felicidad que
nunca conocí. He sufrido tanto. Tanto he andado. Si Ud. buena amiga se imaginara, creo que vuestro corazón se
desgarraría de sus arterias; y dejaría de palpitar...
La linda jovencita, conmovida por las palabras que acababa de escuchar, le dijo con su dulce vocesita:
- Ay, pobrecito, que pena me habéis hecho sentir.
Pero, olvidad un momento vuestra vida, os invito a pasear en mi jardín.
Con gran alegría, que se reflejaba en sus ojos, Jehiner le respondió:
Gracias, vamos...
Una vez en el jardín, paseando con aquella dulce jovencita, Jehiner principió a narrarle su aventura.
La simpática muchacha, compadecida con las palabras de Jehiner, le manifiesta su deseo de que irían a casa de
sus
padres de ella y allí podría proporcionarle alimento para saciar su hambre y convencer a sus padres, para
proporcionarle alojamiento provisional y talvés, hasta quedarse a vivir con ellos definitivamente.
Jehiner, sin vacilar mucho aceptó la invitación. Caminaban juntos por las veredas ovaladas de aquel bellísimo
jardín, con dirección a la casa. Iban silenciosos, hasta que Jehiner le preguntó suavemente:
- ¿Cuál es tu nombre, querida amiga?
Luzvelina, que así se llamaba, con su dulce vocesita y su noble gesto le respondió tiernamente:
- Mi nombre es, Luzvelina.
y prosiguió, diciendo:
Mis padres están esperándome en casa...
Vamos, apurémonos, un poco más. Ya verás como han de recibirte bien. Ellos son muy buenos.
Y, así, conversando y conversando continuaban por la vereda principal que, se proyectaba por entre las sombras
del
pinar y daba, a poca distancia, a la pintoresca casa de Luzvelina.
Cuando llegaron a casa de Luzvelina, ella presentó al joven Jehiner, ante sus padres, quienes lo recibieron con
toda
cordialidad y satisfacción.
Los padres de Luzvelina, eran personas buenas, correctas y muy caritativas; poseían además una hermosa
residencia y
una gran fortuna.
Inmediatamente, hicieron pasar al joven Jehiner al comedor, para servirle algunos alimentos, pues, había llegado
justo a la hora del almuerzo.
Durante el almuerzo, le comenzaron a preguntar sobre su vida y lo que iba a realizar después. Platicaban muy
animadamente todos. Hasta diríase que parecía un día especial. Luego, de haber terminado la cena, los padres de
Luzvelina, le hicieron saber sus deseos, de que podría quedarse con ellos un tiempo, hasta que éste decidiera
cuando
debería irse.
Jehiner, aceptó el ofrecimiento con gusto y agradeció muy emocionado.
Por la tarde, no hizo nada más que pasear. Luzvelina, lo acompañaba entusiasmada a todos los lugares que él iba
o
que se disponía visitar.
Un poco más de noche, los padres de Luzvelina, dispusieron un dormitorio para Jehiner. Ese día no ocurrió nada
más
de importancia. En la noche, luego de cenar todos se fueron a dormir.
Y, así, pasaban las horas, pasaban los días y mayor era la simpatía ganada por Jehiner de la familia de aquella
casa. Entre Luzvelina y Jehiner se cultivaba una amistad más profunda y de sentimientos sublimes, con ligamentos
ilusorios del amor juvenil.
Jehiner, ayudaba mucho a los padres de Luzvelina y, aquella casa, que otrora era sólo animada, por la solitaria
presencia de la única hija que poseía esa familia; ahora revivía completamente con la ilusión y alegría de
todos,
ante la presencia de Jehiner.
CAPITULO VI
EL JURAMENTO DE AMOR
Transcurría el tiempo. Todo era felicidad en aquella casa. Mientras, continuaba más y más, profundamente, los
lazos
de unión entre aquellos dos jóvenes.
Tanto, Jehiner como Luzvelina, no se demostraban los sentimientos que encerraban en sus corazones, turbados por
una
nueva y hasta ese entonces, desconocida emoción. Las llamaradas candentes de sus espíritus idealistas se
rebosaban
con ideas turbadas del imposible.
El amor que sostenían, era demasiado fuerte como para que ellos pudieran callarlo. Luzvelina, no hacía más, que
complacer silenciosamente a Jehiner y pensar totalmente en él.
Indudablemente, lo que ellos sentían y no podían expresarlo era amor, pero amor puro y sincero. Y este amor,
así,
que era demasiado fuerte no podían callarlo por más tiempo.
Ambos soñaban, mutuamente, con aquel romance todas las noches.
Cada mañana, Jehiner, se levantaba con intenciones de expresar claramente a Luzvelina, los sentimientos que
sentía y
que le inclinaban hacia ella; pero, no tenía manera ni las fuerzas suficientes como para hacerlo. Y, así
continuaban
los días.
Jehiner, no quiso esperar más tiempo y decide, una buena noche, declarar su amor a Luzvelina, pero, piensa
hacerlo
por escrito, ya que oralmente le era imposible.
Y, en vez de una simple carta, Jehiner, creyó que era preciso plasmar en un poema, con brocha de oro, aquel
celestial y más puro amor que sentía por Luzvelina.
Pensó, además, que dicho poema sería escrito y entregado esa misma noche. Ideó, entonces; que dicho poema
cerrado en
un sobre, como si fuera una carta, sería colocado sobre la repisa, que se hallaba cerca a la ventana del
dormitorio
de Luzvelina y en donde ella, todas las mañanas después de levantarse, acostumbraba frente a los límpidos
cristales
de su espejo; a peinar su rizada cabellera.
Esa noche, era una noche de plata. Cuando la luna, sobre los rosales derramaba su cristal y el aire, suavemente,
acariciaba las hojas de los árboles, que ensombrecían los corredores de la silenciosa casa. Era en esos momentos
que, Jehiner, púsose a escribir sobre la consola, que había en un ángulo de su dormitorio; el poema que habría
de
conquistar a Luzvelina.
Pasaban las horas. De vez en cuando, abría la puerta y miraba hacia afuera. Todo era silencio en la casa. La
casa
dormitaba pacíficamente en el amplísimo campo de la noche. Herméticamente cerrada, bajo una sombra oblicua,
permanecía la puerta del dormitorio de Luzvelina. Una ráfaga melancólica cincelaba el corazón enamorado de
Jehiner.
Todo esto sucedía en breves lapsos y luego, regresaba a continuar escribiendo.
Así, pasó toda la santa noche, que después sería un profundo recuerdo, inolvidable noche, para Jehiner.
Casi ya muy de mañana, después de haber terminado de escribir, sigilosamente, se acercó Jehiner al dormitorio de
Luzvelina; llevando el sobre que contenía el poema, para dejarlo a través de la ventana abierta, en la repisa
inmediata, por un costado de los floreros, cuidadosamente, y sin que lo advirtiera y mientras descansaba en la
alcoba la linda jovencita.
A continuación de esto, Jehiner, regresó a su dormitorio sin hacer el menor ruido; recostándose luego sobre su
cama
y esperó a que aclare el día.
Llegó la mañana. Los divinos tramos del sol, venían tendiendo su colorido paisaje. De los techos y árboles
revivían
las ninfas dormidas y, además, las notas armónicas de las aves, de uno y otro lado, se entrelazaban en la
fraganciosa mañana.
Por los transparentes cristales, de la ventana del dormitorio de Luzvelina, un haz de luz se introducía por
sobre su
alcoba despertándola, y santiguándose ante una imagen que había frente a su lecho, saludó a la hermosa
mañana.
Luzvelina se levantó de la cama. Cuando se acercó a la ménsula para peinarse, vio con gran sorpresa un sobre,
que
decía: "Para ti Luzvelina"; Cogiéndole inmediatamente. Su corazón latía apresurada y emocionadamente
mientras abría el sobre, y púsose a leer el siguiente poema:
EL SUEÑO DE JEHINER
MI CORAZÓN EN TU REPISA
Recógeme en tus lirios
y dame de beber la dulzura.
¡Oh! beldad de los ríos.
¡Oh! encantadora sirena,
escuchad a mi voz en silencio
y dejad que el Sol me ilumine
para llevar mi noche a tu rocío
y en el desliz del horizonte me llames.
¡Oh! Luzvelina de verde lis
Alameda de rosales.
Cielo de bruñido matiz,
en ti siembro mis claveles,
implorando que comprendas
el verter de mis lágrimas
y retoñen de tus aguas
mis últimas alboradas.
¡Oh! Luzvelina.
Gualdesca paz de armonía,
abridme tus jazmineras
como las tinieblas al día,
como capullos al Sol;
ofrecedme tus gladiolos
y reverbere mi crisol
sombrío de infortunios.
Mira, mira aquellos pétalos
mustios arrastrados por el viento
que cayeron decepcionados
sobre los abruptos lamentos;
no fue por falta de riego
sino por faltas de amor...
así mueren los seres
cuando nadie los oye,
cuando nadie los acepta
el ramo que lleva
el amor que ofrece.
¡Oh! Luzvelina, dadme
la existencia, revive
mis alhelíes. Oh, Luzvelina,
dadme la esperanza.
Las fuentes rebasan de lágrimas,
mi voz se ha enmudecido.
Ya no tengo corazón, ya no
puedo continuar.
Sólo te pido... ¡Oh! Luzvelina,
estrella de mi vida, alces
tu mirada al cielo
que ahí, en el azul
estaré yo, sin luz.
Jehiner
Y, al terminar de leer aquél poema de amor, escrita por Jehiner, Luzvelina se puso triste, muy triste. Las
lágrimas
inundaron sus azulados y bellos ojos. Tiróse sobre su cama a llorar y llorar; luego se incorporó entre sus
manitas,
nerviosamente, aún seguía llorando.
Pero, ceso un momento su llanto y después de una corta reflexión y convencida de sus sentimientos y de los
que le
expresaba Jehiner, se puso a peinar su rizada y larga cabellera. Salió al jardín muy preocupada. Pero, al
cruzar el
pasadizo que daba al exterior, vio bajo las enredaderas al apasionado Jehiner. Ambos se encontraron un tanto
avergonzados; y sin pronunciar palabra alguna, emocionados, se abalanzaron a unirse en un frenético
abrazo.
Se miraron mutuamente. Sus mejillas se humedecieron con lágrimas de felicidad. Buscáronse sus secos y
enmudecidos
labios confundiéndose en un apasionado e inseparable beso.
Así se convencieron, bajo aquellos atestiguantes rosales, del profundo y recíproco amor que en sus almas
albergaban.
Ese día, era de felicidad para ambos. Contentos, decidieron ir de paseo al campo. Abrazados, caminaban por
aquellas
frescas y aromáticas alamedas que en la lejanía unía a los verdosos campos.
Sobre las rectas y anchas acequias dormitaban las tranquilas y cristalinas aguas. Halagadas por el viento,
iban
quedando en sus veras, los esbeltos álamos; y de sus ramas se escuchaban los gorjeos de felicidad... qué
alegres,
cantaban los inocentes pajarillos... Que placentero era el campo. Con qué arte se pintaba el paisaje, bajo
un cielo
azul abierto de corazón.
Más allá, más al horizonte las verduscas y primaverales pampas se divisaban en pequeños montículos y sobre
ellos,
serpenteando, los calcinados caminos se introducían hacia los sombreados bosques, delineados con maestría
como por
el pincel de algún pintor.
Sobre las líneas quebradas del ocaso, sosteniase cúmulos de nubes de plata. Mientras, al ras del cielo
cruzaban
bandadas de aves sollozas de tardes. La proclividad del sol, tendía su rojizo color, cual matiz que estampa
el
artista en un lienzo de amor.
Todo era inolvidable. Todo era fragancia, todo era primor para ellos, Jehiner y Luzvelina, que
enamoradamente y
solos aspiraban el encanto del bosque.
De regreso a casa, un leve vientecillo refrescaba el campo. Las flores que traía Luzvelina, despedían el
olor
marchito de la tarde, como la pureza de su alma. Porque hasta ese día nunca los besos de un varón habían
tocado sus
deliciosos labios.
¡Oh! tersura rosaleda de ilusión. Cuanto más se acercaban a la residencia, más acentuados quejidos dejaba la
tarde
en sus joviales rostros.
Como un sueño, como recuerdos trabábase en el sí interno de las dos almas, como un solo ser.
La obscuridad como traída de lo lejos, dejaba derramar de sus garras el tizne de melancolía, pero, aún así
el
paisaje vivía plenamente. No sentían hambre, no tenían sed.
Entre el silencio dejábanse escuchar estas amorosas palabras de Jehiner:
- Te amo.
- Te adoro Luzvelina.
Y, ella le contestaba con otras palabras similares, continuando además, suplicante:
- Nunca me olvides.
- Quiéreme mucho amorcito...
Jehiner, le contestaba:
- Jamás te olvidaré.
Y, si por alguna adversidad del tiempo a uno de nosotros nos alejaran, seremos fieles a nuestras promesas de
amor.
Ese es nuestro juramento.
Y, así otras frases más se repetían.
Habían llegado a la casa, y subiendo la escalera de la puerta, que daba acceso a la mansión, Luzvelina le
dijo:
- Te prometo que ni aún con la muerte te olvidaré.
- Si es posible, después de muerta te seguiré amando .
Y continuó ascendiendo los peldaños de la puerta; hasta perderse en los repliegues de la obscuridad de la
noche.
CAPITULO VII
LA HUIDA
Pasaron los días felices, aromados, del idilio reservado que unía a los dos jovencitos, sin que nadie
pudiera darse
cuenta de este secreto. Pero, como en esta vida nada permanece oculto ya que a veces las paredes, los
árboles, las
cosas, todo, parecen tener ojos, oídos y hasta boca para hablar; los padres de la menor Luzvelina, llegaron
a
descubrir lo que estos jóvenes enamorados tan celosamente ocultaban.
Como era lógico, un día de esos, los padres de Luzvelina la llamaron a solas y le exigieron que les dijera
la verdad
de aquel romance que ellos ya sospechaban. Y, como ella negara y ocultara su verdad, sus padres indignados
decidieron arrojar de la casa a Jehiner y a Luzvelina mandarla al extranjero en donde residían algunos
familiares
suyos, con el fin de aislarla de aquellas relaciones amorosas.
Pues, no era bien visto que un joven de bajo mundo sea el pretendiente de su simpática hija. Además sus
intenciones
y aspiraciones de padres, eran darle una buena educación en el extranjero, y buscarle y aceptar un novio
"ideal" de su categoría y rango social.
Luzvelina, que ya había conversado con sus padres y conocido por boca de ellos las intenciones que
pretendían.
Entonces, Luzvelina, converso y enteró de estas ideas a Jehiner.
Él al enterarse de esto, planea huir de la casa llevándose a Luzvelina a otro lugar y poder así consumar sus
mutuas
promesas en un vínculo conyugal.
Pensaron, entonces, que debían actuar pronto, muy pronto antes de que alguien se dé cuenta de sus planes.
Ese mismo
día acordaron esperar la noche para poder abandonar la casa de Luzvelina y huir.
Esa noche, era una de las más tristes noches, que flotaba en el mar de sus pupilas acongojadas. Las
jazmineras
tejidas de ilusiones que habían brotado en sus corazones, lloraban en sus almas juveniles. La noche no
estaba muy
clara, una franja de obscuridad cubría el ombligo de la bóveda azul del cielo, la luna solloza y apagada,
por uno de
sus ángulos, se escurría para no testimoniar sobre la huida.
Luzvelina, terminaba ya de empacar sus pertenencias y esperaba impaciente la hora propicia y acordada para
marcharse. Jehiner hacía lo mismo; pensativo, triste e inseguro, como un aventurero cruzaba a cada momento
en
puntillas el departamento, para escuchar o advertir algún ruido; hasta llegar la hora exacta para abandonar
la casa
de Luzvelina, sin que nadie pueda percatarse de sus desplazamientos o sienta la partida.
Todos, dormían en el silencio de la noche. hasta las cumbres, los prados, bosques y fuentes, habían
ensordecido en
una tonalidad de natura.
Cuando llegó la hora de partir, Jehiner, salió de su dormitorio discretamente. Angustiado y nervioso se
dirigió
hacia la puerta del dormitorio de Luzvelina, en donde ella, también esperaba el momento para partir.
Después de una leve promesa y juramento; y mientras, los padres de Luzvelina descansaban plácidamente, en un
profundo sueño, sobre sus lujosas alcobas de la recámara contigua; los dos jóvenes enamorados,
cautelosamente, en
puntillas y agazapándose en las sombras para que nadie los descubriera salieron por el pasadizo al patio y
luego,
hacia las afueras de la residencia.
Al pasar por los rosales que, entristecidos, dejábanse caer por un leve vientecillo. Luzvelina, no pudo
retener las
melancólicas pulsaciones de su alma y se desbordó en un sollozo gemido. Entre lágrimas, volvieron sus
miradas, como
para despedirse con un último ¡Adiós!... de aquel rescoldo familiar, antes de cerrar la verja del espacioso
jardín
exterior de la residencia.
Con pasos acelerados cruzaron la Ciudad. Las hermosas casas y jardines quedaban en corto tiempo atrás.
Tomaron el
camino principal que, entre las sombras, de la noche ascendía a la colina situada en el lado nórtico y que
daba al
horizonte. Pasaron el puente, subieron por el naranjal hasta perderse en la inmensidad del
horizonte.
Caminaban asustados, llorosos, el cansancio resecaban sus labios, sus corazones aumentaban sus
latidos.
Después, de haber avanzado una larga distancia y antes de llegar a la última vuelta de uno de los lejanos
recodos,
en una vertiente detuvieron su apresurada marcha, para poder aspirar el aire puro y poder descansar unos
escasos
minutos.
Luego, siguieron caminando en la brumosa medianoche; huyendo siempre apresuradamente.
Empezaba a madrugar. Por el Este descolgábase la cortina de purísima blancura, dorada por los rayos débiles
del Sol.
Mirando a todas partes, el paisaje era más visible, más pintoresco; les impresionaba su belleza pero, todo
moría
fatigados por el cansancio. Solamente quedarían aquellos, en paisajes de recuerdos, tramados de melancolía,
por los
lejanos caminos polvorientos y los solitarios bosques frescos qué a los flancos tras por tras quedaban
bañados por
la vital mañana.
Mientras tanto, en la casa de Luzvelina la alegría y el regocijo, que hasta ese entonces, habían disfrutado;
a la
siguiente mañana de la huida de los dos jóvenes y enterados de la misma, se había convertido en un
cementerio de
tristeza y llanto.
La Madre de Luzvelina, buscaba a su queridísima hija por todos los rincones de la casa y el jardín. Lloraba
desconsoladamente. El padre, por su parte, puso en conocimiento de las autoridades respectivas, la
desaparición de
su hija, indignado, amenazó con dar muerte a Jehiner, en caso de localizarlo o si lo encontraba por haberse
burlado
y deshonrado su hogar, su casa. Censurando, además, la conducta de su única y engreída hija, por haber
desobedecido
sus consejos.
Pero, no obstante, de todo ello, no sabían a qué parte viajaban o en qué lugar se encontraban. Todos
ignoraban su
paradero.
Así transcurrieron varios días de zozobra en la casa de Luzvelina, sin poder acertar la verdad de lo
acontecido.
CAPITULO VIII
LA ADVERSIDAD DEL TIEMPO
Jehiner y Luzvelina, mientras tanto, habían continuado su viaje, muchos días más, de aldea en aldea ansiosos
de
llegar a la Ciudad más cercana. Comían poco y bebían agua solamente cuando lograban conseguirla.
Todas sus pertenencias consistían únicamente en los pocos que pudieron sacar antes de huir. Eran dos
desamparados,
en medio de la soledad de los caminos.
Agotados, por el cansancio de las largas caminatas que habían efectuado, les sorprendió la noche en las
proximidades
de un lejano paraje; y decidieron descansar.
En un costado del camino, a pocos metros, había una vieja casona abandonada, hacía varios años; en la cual,
por ser
más cercana y aparente, decidieron pernoctar en ella.
Una vez en la casona, arreglaron un lugar bajo los palos apolillados y formaron un camastro sobre la paja y
hojarascas que, amontonados, en uno de los rincones había.
Después de servirse el leve potaje que llevaban se acostaron para dormitar; no sin antes amarse y renovar
sus
promesas de amor, como capullos al sol; ignorando además, de cuantos peligros pudiesen sucederles.
Pero, esta vez la suerte les iba a ser adversa. Posiblemente las lágrimas y sufrimientos de sus padres,
tarde o
temprano tenían que caer sobre ellos por desobedientes o talvés porque no llevaron ninguno de los dos, la
bendición
de sus progenitores.
Era más o menos la medianoche. Cuando la obscuridad reinaba ventricularmente el espacio. De repente, un
grito
espantoso... Ay, Ayyyyyy... se escuchó, haciéndose eco entre la obscuridad. Era la voz de Luzvelina.
Jehiner, despertó inmediatamente, exclamando:
¡Dios mío!..
¿Qué sucede?...
¿Qué te pasa?...
Interrogando a Luzvelina, mientras, le pasaba sus manos por la rizada cabellera protegiéndola.
Ella, temblorosa y afligida, con miedo se reclinaba en los brazos de Jehiner, buscando amparo y diciéndole:
¡Estoy herida!...
¡Estoy herida!...
Un animal extraño me a inferido una picadura, a la altura del antebrazo izquierdo.
Pidiéndole suplicante que encendiese pronto la luz, para ver el daño causado.
Rápidamente, Jehiner, encendió los fósforos; pero, al mirar a los alrededores ya no había nada,
misteriosamente
había desaparecido el bicho; por lo que no pudo distinguir al animal que causó la mordedura mortal.
Respecto a la herida, en efecto, era de cuidado. El antebrazo de Luzvelina, se dilataba aceleradamente
infectada por
el veneno que tenía inyectado; tomando un color morado y ocasionando a la jovencita un ardoroso
dolor.
Ante esta reacción peligrosa de la herida, sin medir palabra alguna, Jehiner, tomó por el brazo a Luzvelina
y
cogiendo sus pertenencias, pusiéronse en marcha hacia la más cercana y desconocida Ciudad que, solamente por
el
alumbrado eléctrico se divisaba a lo lejos.
Cuanto más avanzaban, mayor eran las punzaciones de ardor y coloración negruzca. El veneno seguía
esparciéndose por
todo el bellísimo cuerpo de Luzvelina. Los latidos de su corazón, eran cada vez más frecuentes; por sus
venas sentía
correr cierto escozor y un estremecimiento en sus carnes por el dolor intenso.
Iban llegando. A poca distancia de la Ciudad, el cuerpo amoratado de Luzvelina, con sus extremidades
adormecidas, se
derribaba ya sobre el camino, siéndole imposible continuar un paso más.
Valerosamente, Jehiner, cogió a su amada por los brazos y poniéndola sobre sus espaldas prosiguió su
caminata; para
llegar lo antes posible y poder así auxiliar a Luzvelina de la venenosa mordedura. Un frío sudor inundaba la
frente
de Jehiner y extremada sus fuerzas por el cansancio, llegaban recientemente a las goteras de la
ciudad.
Los quejidos de dolor de Luzvelina se hacían, cada momento, más pausados. Y, la desesperación de Jehiner era
mayor.
Llegaron a su destino. Pero, sucedía que en esta ciudad no existía ningún hospital o centro clínico
asistencial,
como para auxiliar a Luzvelina o practicarle una operación quirúrgica de emergencia.
Existía solamente, un sanitario encargado de atender simples casos de primeros auxilios de la salud de todos
los
habitantes de ese pueblo. Quién, además, cuando llegaron a buscarlo al desolado e improvisado puesto
asistencial o
sanatorio, no estaba allí y tuvo que ser llamado de su casa que se ubicaba a gran distancia, para poder
aplicar
alguna inyección de antibiótico, contra la acción del activante veneno.
Mientras, Jehiner, conduciendo a Luzvelina llegaba a un cercano hotel que había, inmediatamente solicita
ante el
administrador, que por favor, le proporcionara una cama, para hacer descansar a su amada que agonizaba en
sus
espaldas.
El administrador de dicho hotel, conmovido por la calamitosa situación en que se veía a estos dos jóvenes,
de
inmediato les concedió una cama en el departamento Nº 17 del tercer piso de aquel hotel.
Una vez postrada en la cama Luzvelina, sus gritos de dolor eran mucho más pausados... en comparación de
aquellos
momentos anteriores. Su cuerpecito de muñeca engreída, de suavísima belleza - estaba ahora ennegrecido -.
Los ojos
desorbitados, sus extremidades sin acción, las palpitaciones de su corazón eran muy profundos, no
pronunciaba
palabra alguna, y su aliento era muy débil.
El sanitario del pueblo, hizo todo lo posible para salvarle la vida; pero, sus esfuerzos eran infructuosos.
Ya que,
precisamente, cuando el nuevo día rayaba los horizontes matinales, la vida de Luzvelina pasaba a otro mundo,
trasuntaba víctima de la inminente ley natural de la muerte. Solo atinó, antes de expirar, a llorar y
pedirle a
Jehiner, que nunca la olvide; así como ella que no lo separa de su mente ni le olvidará, a pesar de la
ineludible
hora fatal que le acecha para una definitiva separación.
Jehiner, no pudo contener el llanto. Abrazaba fuertemente a Luzvelina y la besaba. Sobre un sencillo lecho,
ante un
mundo sin salvación, frente a tantas miradas escrutadoras que no van más allá de la compasión, reposaba la
yerta
figura de la que fuera la... ¡linda Luzvelina! ... ¡La engreída!... ¡La única reina da la casa familiar! ...
¡la
flor de aquellos rosales!, que a muchas leguas lloraban por la ausencia de la niña de cabellos largos, de
dócil
mirada, de dulce sonrisa, que siempre cuidaba con sus riegos y cuidados de sus frescores, de sus
fragancias... ahora
todos lloraban, lloraban por su ausencia, si, por una ausencia sin regreso, sin retorno.
Las autoridades, inmediatamente, tomaron cartas en el asunto. Investigaron todo lo concerniente a estos dos
jóvenes
fugitivos. Constataron y certificaron la muerte de Luzvelina y luego comunicaron el hecho a los padres de la
fenecida.
Los padres de Luzvelina, en cuanto se enteraron del comunicado, inmediatamente emprendieron viaje a dicha
ciudad.
Lamentablemente, llegaron muy tarde, cuando ya había sido sepultados los restos mortales de su querida hija.
Se
limitaron solamente a conocer la tumba de su adorada hija y afligidos, llorar y llorar por última
vez.
Durante esos días, Jehiner, había permanecido detenido en la cárcel de la localidad. El padre de Luzvelina,
inició
acción Judicial contra el joven enamorado de su hija; quién fue apresado en definitiva y juzgado en los
tribunales
respectivos, sobre supuestos cargos de delito contra la vida, el cuerpo y la salud, actos que según se sabe
son
severamente penados por la ley. Comprobados todos los cargos que se imputaba a Jehiner, fue sentenciado, por
su
minoría de edad, con la pena atenuada, por debajo del mínimun legal de la pena aplicable a los mayores de
edad;
disponiendo y recomendándose su reclusión en un reformatorio de menores por un tiempo necesario y
determinado.
Ese fue el final de aquella aventura de amor, de aquellos dos jóvenes enamorados. Un triste y trágico
término.
Los padres de Luzvelina regresaron desconsolados y melancólicos a su casa.
Pero, antes de ser trasladado a cumplir la pena o la decisión Judicial que le fuera impuesta al autor del
hecho
punible, Jehiner, burlando la vigilancia de los regentes de la cárcel o de los encargados del traslado al
reformatorio, se dio a la fuga.
Ya libre, caminó hasta llegar al ensombrecido y desolado cementerio, en donde la tarde mortecina se
ocultaba, bajo
las hojas marchitadas por el tiempo, y el cielo se derramaba de negro violeta por las orillas del horizonte.
Y sobre
el empolvado y casi obscuro pedestal de la tumba, en donde reposaban los restos mortales del quién en vida
fue su
amada y adorada Luzvelina; lloró y lloró desconsoladamente, gruesas y amargas lágrimas de amor por ella,
caían como
lluvias sin sabor, insoportablemente, por sentirse culpable y llevar un enorme peso acuesta, bajo un negro
universo,
que le arrancaba todos los sueños y esperanzas de su vida; solo atinó a dejar simplemente impregnado, con su
propia
sangre, esta triste y nostálgica inscripción:
" La flor que soñé "
se queda aquí.
Fuimos los dos
la vida es así.
La Tarde
Fin
ÍNDICE
Palabras previas y necesarias / advertencia
Capitulo I
El Sueño de Jehiner
Capitulo II
La Tarde
Capitulo III
La travesía, continuando el viaje
Capitulo IV
El fin del viaje
Capitulo V
El encuentro con la felicidad, Luzvelina
Capitulo VI
El Juramento de Amor
Capitulo VII
La Huida
Capitulo VIII
La Adversidad del tiempo